Mi madrastra me obligó a casarme con un hombre rico, uno que, según todos, ya no podía caminar.
En nuestra noche de bodas, intenté ayudarlo a llegar a la cama, pero al levantarlo, resbalé y ambos caímos al suelo. Fue entonces cuando noté algo imposible… algo que se movía debajo de mí.
Un matrimonio por obligación
Mi nombre es Clara Morales. Mi madre, Verónica, siempre fue una mujer práctica y calculadora. Solía repetir:
“Un marido pobre significa una vida de sufrimiento. El amor no te llenará el estómago, pero el dinero sí.”
Nunca pensé que lo aplicaría conmigo.
Tras la muerte de mi padre, las deudas nos ahogaban. La solución de mi madre fue vender mi destino: casarme con un hombre lisiado pero millonario llamado Héctor.
—Mientras te cases con él —dijo sin pestañear—, podremos conservar la casa. Si no, lo perderemos todo.
Apreté los labios y acepté. El día de la boda vestí de blanco, pero mi corazón estaba gris. El novio, silencioso, observaba desde su silla de ruedas con una expresión impenetrable.
La noche que cambió todo
Esa noche, cuando entré al dormitorio, el silencio era tan denso que casi podía oír mi respiración. Héctor estaba allí, bajo la tenue luz, inmóvil.
—Yo… te ayudaré a acostarte —susurré.
Él negó con calma.
—No hace falta. Puedo arreglármelas.
Intentó moverse y la silla se tambaleó. Instintivamente corrí a sostenerlo, pero resbalé. Caímos al suelo, uno sobre el otro.
Entonces lo sentí: sus piernas se movieron.
—¿Tú… tú puedes caminar? —pregunté, sin aliento.
Él me miró con serenidad.
—Ahora lo sabes.
El secreto detrás de la silla de ruedas
Héctor suspiró y explicó que había fingido su discapacidad.
“Quería ver si alguien me querría por quien soy, no por mi dinero. Tres mujeres antes que tú huyeron apenas vieron la silla.”
Pero sus palabras siguientes fueron como un puñal:
“Tu madre vino a verme. Dijo que vendería a su hija para pagar sus deudas. Acepté, sólo para ver si tú eras diferente.”
Me quedé sin aliento. Esa noche lloré en silencio, con el corazón dividido entre la rabia y la compasión.
A la mañana siguiente, él volvió a fingir ser inválido frente al personal de la casa. Nadie sabía la verdad. Sin embargo, algo en mí había cambiado. Empecé a dejarle pequeñas comidas en su puerta, y un día descubrí que las había comido todas. Otra noche, lo vi practicar cómo caminar, iluminado por la luna. Fingí no verlo.
Una verdad aún más oscura
Semanas después, escuché una conversación escalofriante. Su madrastra le decía por teléfono a alguien:
“Si se recupera, perderemos todo. Asegúrate de que quede paralizado para siempre.”
Esa noche le dejé una nota bajo la almohada:
“Si confías en mí, no vuelvas mañana. Alguien planea hacerte daño.”
Él se marchó al amanecer. Esa misma noche, la villa se incendió.
Las llamas consumían justo su habitación. Si hubiera estado allí, habría muerto. La investigación reveló sabotaje. Su madrastra fue arrestada.
La verdad, el perdón y el amor
En medio de las luces de la policía, Héctor se acercó a mí sin silla, sin máscaras. Caminaba con paso firme.
—Así que era cierto —dijo con una sonrisa—. Eres la única que no quería nada de mí.
Me tomó la mano con ternura.
—Gracias por salvarme… y por quedarte incluso después de conocer mi mentira.
—Tal vez el destino me hizo caer —susurré—, sólo para descubrir quién eres realmente.
Un año después, nos casamos otra vez, esta vez por elección, no por obligación.
Héctor caminó hacia mí, alto y fuerte, cada paso una promesa cumplida.
Mi madre lloró en silencio en la primera fila. Pero yo sonreí.
Porque esa vez no me casaba por dinero. Me casaba por amor.