El rostro del empresario se tornaba azul mientras todos observaban, paralizados, cómo moría.
Catalina dejó caer el balde. El golpe metálico resonó con fuerza sobre el mármol brillante de la sala de reuniones, pero nadie se giró a mirarla. Siete hombres, todos con trajes finos, permanecían inmóviles frente al cuerpo tendido de su jefe.
Martín Ortega, el empresario más joven y exitoso del país, no respiraba.
Durante tres meses, Catalina había sido una sombra más dentro de aquella torre de cristal. Nadie la saludaba, nadie la veía. Era parte del mobiliario, un fantasma que solo cobraba forma cuando algo quedaba sucio. Pero en ese instante, fue la única que se movió.
Empujó a los ejecutivos y se arrodilló junto al cuerpo. Su corazón latía tan fuerte que parecía retumbarle en los oídos. Puso dos dedos en el cuello del hombre, buscando un pulso. Nada.
Entonces recordó un curso gratuito de primeros auxilios al que había asistido solo porque al final regalaban pan.
La voz del instructor le vino a la mente: “Cuando todos se paralizan, alguien tiene que actuar.”
Catalina inclinó la cabeza de Martín hacia atrás, le tapó la nariz y sopló aire en su boca. Una vez. Dos veces. Luego entrelazó sus manos y comenzó las compresiones torácicas, contando en voz alta. El sudor le corría por la frente.
—¿Qué está haciendo esa mujer? —gritó uno.
—¡Aléjenla del señor Ortega! —ordenó otro.
Pero Catalina no se detuvo. Treinta compresiones. Dos respiraciones. Treinta más.
—Por favor… funciona… —susurró entre jadeos.
El sonido que siguió fue leve, pero inconfundible: un jadeo. El pecho de Martín se alzó repentinamente, y Catalina se quedó paralizada. Por unos segundos, reinó el silencio. Luego, el caos.
—¡Está respirando! —gritó uno de los hombres.
—¡Llamen a una ambulancia! —ordenó otro, mientras Catalina se dejaba caer hacia atrás, temblando, con las manos cubriéndose los labios.
El millonario inalcanzable al que toda la ciudad admiraba acababa de ser devuelto a la vida por la mujer de limpieza que nadie veía.
Los paramédicos llegaron minutos después y la apartaron del lugar. Catalina permaneció de pie, temblando, empapada en sudor y con el corazón desbocado. No era solo la adrenalina… eran los murmullos.
—¿Quién se cree que es?
—Una empleada besando al jefe… qué atrevida.
—Seguro fue su plan para hacerse notar —murmuró uno con desprecio.
Las lágrimas le ardieron en los ojos, pero no dijo nada. Volvió a su trapeador, intentando ocultar la humillación. El cuerpo de Martín fue llevado en ambulancia, y en minutos la sala quedó vacía.
Antes de irse, el jefe de seguridad se detuvo frente a ella.
—No vuelvas mañana. Recursos Humanos se comunicará contigo.
Esa noche, Catalina se sentó en su cama angosta, en su pequeño departamento. Su madre la llamó para preguntarle cómo había ido el trabajo.
—Todo bien, mamá —mintió.
Pero sabía que todo había terminado. Había salvado una vida… y perdido su empleo.
No durmió. Revivía una y otra vez aquel instante: el calor de los labios, la frialdad del rostro, el silencio posterior. Había hecho lo correcto, pero en su mundo, eso no se llamaba valor, sino insolencia.
A la mañana siguiente, fue hasta la empresa a retirar su último pago. Los guardias no la dejaron pasar.
—Órdenes de arriba —dijeron.
Estaba por marcharse cuando un auto negro se detuvo frente a ella. La ventanilla se bajó lentamente… y ahí estaba él.
Martín Ortega, pálido, débil, pero vivo. La miró fijamente.
—Tú —dijo con voz ronca—. Sube al auto.
Los guardias se miraron sorprendidos. Catalina dudó, pero él insistió.
—No tengas miedo. Me salvaste la vida. Ahora me toca a mí salvar la tuya.
Ella subió. La puerta se cerró, aislándola del mundo que la había despreciado.
El empresario la miró y murmuró:
—Desde este momento, tu vida no volverá a ser la misma.
Catalina se mantenía rígida en el asiento trasero del lujoso auto. Martín, aún con gafas oscuras, guardaba silencio. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Finalmente, habló:
—Te despidieron, ¿verdad?
—Sí, señor —respondió ella en voz baja—. Dijeron que crucé un límite.
Martín giró el rostro hacia ella.
—¿Y cuál es ese límite? ¿Salvarle la vida a un hombre?
Catalina bajó la mirada, sin saber qué responder. Él suspiró, quitándose las gafas. Su rostro seguía pálido, pero su mirada era intensa.
—No debiste sufrir por hacer lo correcto. Te debo todo.
El vehículo se detuvo frente a una mansión rodeada por altos portones de hierro. Catalina se quedó sin aliento.
—Ven conmigo —dijo él, abriendo la puerta—. A partir de hoy trabajarás para mí, personalmente.
Dentro, la casa era un mundo aparte: lámparas de cristal, pisos de mármol, cuadros que parecían de museo. Catalina se quedó inmóvil, temiendo tocar algo.
—No entiendo, señor… ¿por qué haría esto por mí?
—Porque me salvaste. Y porque… —hizo una pausa— vi algo en tus ojos cuando te negaste a rendirte. Nadie me ha mirado así antes. Ni siquiera los que me cobran por hacerlo.
Por primera vez, Catalina lo miró de frente. En sus ojos vio algo que no esperaba: soledad.
—Usted es un buen hombre —susurró.
Él sonrió apenas.
—Si lo soy, es gracias a ti.
Con el tiempo, Martín la convirtió en su asistente personal. Le compró ropa, la enseñó a comunicarse con seguridad, a participar en reuniones. Los rumores entre el personal no tardaron en aparecer.
—Seguro se acuesta con él —decían a sus espaldas.
Catalina los ignoraba. Se concentró en aprender, en demostrar que merecía su lugar.
Pero Martín empezó a cambiar. A veces se lo veía preocupado, encerrado durante horas. Una noche, Catalina lo encontró en su despacho, sudando, con el rostro desencajado.
—¡Señor! ¿Qué le pasa? —gritó corriendo hacia él.
Él le tomó la mano con fuerza.
—Me… me envenenaron, Catalina. La junta… querían eliminarme por descubrir el fraude.
Ella se quedó helada.
—¿Qué? ¿Quién…?
Martín tosió, temblando, y le entregó un pequeño pendrive negro.
—Aquí está toda la verdad. No confíes en nadie… ni siquiera en mi familia.
Antes de que pudiera decir más, su cuerpo se desplomó. Catalina gritó, pidiendo ayuda, pero nadie acudió. La casa, que antes parecía majestuosa, ahora se sentía vacía y sin alma.
Entonces la puerta principal se abrió con un chirrido. Una sombra apareció en el umbral.
—Te lo advertí, muchacha —dijo una voz fría—. Deberías haberte quedado invisible.
El corazón de Catalina se detuvo. Sabía que aquel hombre lo sabía todo.
Era el final de su silencio… y el comienzo de algo mucho más oscuro.